Recuerdo que, cuando era niño, las casas en Guayaquil se construían
clavando enormes pilotes de mangle. La ciudad toda se había levantado
sobre el manglar, tapando los brazos de mar, que con la denominación de
“Estero Salado”, junto con el río Guayas, la abrazaba. La ahora
conocida como calle Gómez Rendón fue quizás la primera vía de
penetración al suburbio que inició la depredación ambiental por la
destrucción de cerros por canteras. Me contaba mi padre que las
volquetas de cascajo la rellenaban durante el día. Y en la noche los
pobladores (invasores) lo introducían al interior de sus frágiles
viviendas levantadas sobre la manigua y el pantano.
Posteriormente los pilotes de mangle fueron remplazados por enormes
pilotes de hormigón, que servían de base y subbase para construir
hermosos edificios que ahora luce nuestra ciudad.
Siempre generó mi atención este tipo de árbol. Y Guayaquil está rodeado
de manglares, aunque miles de hectáreas de ellos han desaparecido por
la tala para levantar criaderos de camarón, explotaciones agrícolas y
construcción de viviendas, resultado de las invasiones procedentes de
personas de todo el país, que lo contaminan hasta con basura.
El mangle crece en las zonas que reciben las mareas, entre el mar y la
tierra firme, donde se mezclan el agua dulce de los ríos con la salada
marina. (Agua salobre). El manglar es un eficiente protector de las
riberas contra la erosión.
La sal entra a su sistema y deriva en múltiples usos, incluso
medicinales. Los manglares se desarrollan en suelos y terrenos
inundados. Sus raíces aéreas absorben el oxígeno directamente de la
atmósfera. Algunas regresan al suelo pantanoso, con formas de arcos
nudosos o zancos que le dan estabilidad en los suelos blandos. Sus
semillas, derivadas del fruto redondo que estalla, las dispersa y son
arrastradas por las mareas para germinar en sitios distantes.
Los manglares son área propicia para la vida de centenas de aves que lo
aprovechan para anidar y alimentarse. Muchos son los peces que viven en
los manglares y hasta serpientes venenosas que dependen del ecosistema
para su sustento. Cuando se viaja por el río es frecuente ver los
cocodrilos que retozan en su interior.
Múltiples variedades de orquídeas, helechos y variedades de la flora se
desarrollan en ese hábitat. Los manglares proveen leña, carbón,
taninos, piensos y hasta medicinas. Pero lo más extraordinario son las
ostras, conchas y cangrejos. Su madera es dura, robusta e incorruptible
muy buena contra la destrucción derivada de las polillas. Ideal también
para construir muebles que demandan alta resistencia.
Cuando a un muchacho, por no decirle bruto, porque “no le entraban” las
materias abstractas, “difíciles”, le decíamos que tenía cabeza de
mangle o cabeza dura.
Los manglares preservan el medio ambiente, aunque su maloliente entorno
invadido de mosquitos hace de ellos sitios sólo accesibles para los
“expertos” mangleros. Uno de ellos me contaba que una especie de goma
lograda del manglar es buena para curar llagas y aliviar picaduras.
En otras partes del mundo (India y Bangladesh) hay manglares que
producen miel que permite la subsistencia de los nativos, aunque su
recolección demanda mucha habilidad por cuanto existe una abeja gigante
de mortal picadura.
Proteger el manglar es, en la Costa, el más importante acto de defensa
de la naturaleza. Paseando por las obras de la regeneración urbana
realizada por Nebot, es importante destacar la protección y cultivo de
los manglares cuya evidente recuperación incide en la producción de
ostras y cangrejos. No se trata de un enfoque lírico ni político sino
rescatar al manglar, base importante en la cadena alimenticia.