Comprendo, pero yo no como esos cuentos

No puedo decir todo lo que hace Rafael Correa está mal: gran parte del crecimiento del presupuesto estatal es para costear el incremento de médicos y profesores asignados a hospitales y escuelas públicas.  Y no me atrevería a decir que antes la política se manejaba bien; mucho menos negaría que los ecuatorianos queremos un cambio.

Por eso comprendo que todavía existe –y seguirá existiendo– una gran cantidad de compatriotas que tienen muchas esperanzas en Correa; que lo ven como el único capaz acabar con la serie de vicios que caracterizan a la política ecuatoriana.  Ven en el presidente a un verdadero patriota, comprometido con los más débiles y valiente frente a las mafias que saquearon el país.  Un presidente que si bien es vehemente y muchas veces no mide sus palabras y acciones, merece el absoluto respaldo de su pueblo y el poder total del Estado.  Porque no hay otro: él es el único que puede llevar adelante el cambio que necesita el país.

Pero yo no como esos cuentos.  Existe suficiente evidencia histórica para desconfiar del poder, y mucho más de aquellos que buscan aumentarlo permanentemente, como es el caso del señor Correa. 

El actual Presidente de la República es, al fin y al cabo, un ser humano con virtudes y defectos, un mortal como cualquier otro.  A pesar de las buenas intenciones que pudiera tener, su investidura no lo convierte en un ser pleno de sabiduría y bondad.  Por el contrario, el creciente poder que ostenta lo hace –como a cualquier otra persona– más vulnerable a corromperse y ser presa de las bajas pasiones.

En vez de desconfiar del poder en sí y por sí, al presidente se lo ve intoxicado de éste.  Su reacción frente a un grupo de policías que lo abucheó muestra a un sujeto cegado por la soberbia: infatuado consigo mismo, no puede concebir que alguien lo critique o le haga un desplante.  En su visión distorsionada de la realidad, después del desprecio sólo existe la muerte.  Fácilmente se puede leer entre líneas: "si no me respetan, entonces vengan a matarme".  (Si alguien dice que fue cosa del momento, lo reto a que demuestre que el señor Presidente reconoce oportunamente que se equivocó en su reacción.)

Creer ciegamente en Rafael Correa, o en cualquier persona, es desconfiar de uno mismo.  Esperar que los problemas de pobreza e injusticia se resuelvan por medio de la gestión de un "iluminado" o grupo de "iluminados" es ilusorio.  (La respuesta está en un marco de respeto, libertad y responsabilidad que permita a cada persona desarrollarse y vivir de acuerdo a su esfuerzo y aspiraciones.)

Por el camino que va, este presidente dejará al país peor de lo que lo recibió.  Había una débil institucionalidad, mas ahora casi no existe porque está subyugada a la voluntad del primer mandatario.  La poca libertad económica solo permitía avances tímidos contra la pobreza, pero ahora incluso esa poca libertad la han coartado por varios frentes, dejándonos un Estado que gasta más, con ciudadanos obligados a gastar menos.  Las cortes no funcionaban como debían por falta de transparencia y presupuesto; ahora hay más presupuesto, pero menos seguridad jurídica.  La producción petrolera crecía poco, ahora decrece.  Teníamos importantes egresos por pago de una deuda de largo plazo, calificada de "ilegítima"; ahora tenemos que endeudarnos caro y a corto plazo, porque no hay con qué terminar de tapar un déficit de 4000 millones de dólares.  La lista sigue, pero está bastante claro el panorama para los que lo quieran ver e investigar.

 

 

 

Puedo sentir antipatía hacia Rafael Correa, o no.  Puedo creer que conduce la economía responsablemente, o sospechar que terminará con la dolarización y le echará la culpa a otros.  Puedo mofarme de sus discursos, o sentirme inspirado por ellos.  Puedo creer que fue secuestrado y no había otra alternativa que un rescate sangriento, o puedo pensar que no había razón alguna para ordenar una incursión armada en un hospital.  Puedo pensar que sus palabras frente a sus simpatizantes la noche del 30 de septiembre fueron sinceras, o no creerle ni lo que se persina.

En todo caso, me reservo el derecho de no comer cuentos si puedo evitarlo.