Sisifo, por un agravio a los dioses griegos, se vió condenado a arrastrar una roca hacia la cima de una montaña para que ésta simplemente volviera al fondo al dia siguiente. Igual o peor por ser autoimpuesta e innecesaria es la carga que nos ponemos al mistificar (atribuirle cualidades sobrehumanas) al Estado. Eso sólo lleva a encaminar mal nuestros esfuerzos como sociedades y ver caerse, luego de un cierto tiempo, todo lo construido. Comparto con ustedes mi último artículo para El Periódico, de Quito: <br />
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El mito de lo público como “estatal” nos mantiene estancados
Uno de las
ideas más persistentes que nos quedaron como legado del políticamente
desastroso siglo XX, es aquella de que el Estado representa el bien común
mientras que lo privado, particular o en general la sociedad civil, es el reino
de la mezquindad. Pero eso no resiste ningún análisis teórico o histórico.
En primer
lugar, el Estado es todo menos el reino del desinterés. Grandes fortunas se
hacen lícita o ilícitamente en su interior. Clubes de oficiales, viáticos
generosos, cajas de ahorro exclusivas, aranceles bajos excepcionales, beneficios
sindicales y otros son usuales, a costilla del ciudadano común y muy
convenientemente fuera de acceso para él. En el Ecuador por ejemplo, el salario
promedio en el Estado es de 800 usd, mientras que en el sector privado es de
300 usd sin hacer ningún cálculo del costo adicional de la ineficiencia,
inevitablemente inherente ésta última a un aparato que no se somete a
competencia. Es decir que lo que usted obtiene del Estado en cuanto a servicios
le cuesta el doble y un poco más que si lo obtuviera del sector privado. Y
además, se calcula que alrededor de 30% del presupuesto estatal se “fuga” en
corrupción.
Mucho se ha
dicho de las fallas del mercado, pero en 1996 James Buchanan gana el Premio
Nobel sintetizando lo que el liberalismo siempre ha dicho: el Estado tiene entonces
también sus fallas y son muchísimo peores. Una cosa es equivocarse con dinero
propio que con dinero ajeno. Una cosa es asignar contratos a los amigos a costa
de la ineficiencia de una empresa propia, que hacerlo en una “empresa” estatal.
Lo mismo puede decirse de adquirir deuda, de malgastar y de ser cortoplacista.
Todo eso puede pasar y es humano, pero cuando se trata de lo estatal afecta a
mucha más gente, con dinero ajeno y por lo mismo, hay que ser un héroe o beato
para escapar a todos los malos incentivos inherentes al Estado. Y es que el
Estado, representa la encarnación del refrán español: “lo que es del común, es
del ningún”. No es que no haya gente muy valiosa en el Estado, que la hay. El
problema es que está generalmente donde menos puede desplegar su talento, porque
organizacionalmente tiene demasiado en contra. Y finalmente vale siempre recordar que en el
sector privado, para generar o mantener fortunas materiales, es imprescindible
poner al servicio del público bienes y
servicios de mejor calidad y precio cuanta más competencia exista. Es decir, lo
genuinamente público por tratarse de intercambios voluntarios y no de coerción estatal
mistificada como “bien común” o “grandeza de la patria”.
La
propuesta de constitución 2008 contiene 20 menciones al Estado como gestor,
rector o al menos supervisor de nuestras actividades. Tanta fe se le tiene que
parecería que lo manejan ángeles y no seres humanos que tienen que lidiar con
desincentivos, culturas organizacionales, presupuestos asignados políticamente
y no técnicamente, etc. Es hora de darle un segundo vistazo a esta idea, si queremos
algún día un cambio real y no un simple reencauche del paternalismo.