Para que se respete la Ley ella debe ser respetable. Ninguna sociedad
puede existir, en ambiente de paz, si no hay respeto a las leyes. Pero
cuando la moral y la Ley están en contradicción, hasta el más sencillo
de los ciudadanos escogerá entre perder la noción de lo moral o perder
el respeto a la ley. Estamos entonces ante alternativas nefastas.
Para que la ley sea acatada deberá ser justa o inducir a encontrar la
justicia. Por esto “lo justo” no se deriva de “la norma” sino que la
norma (la Ley) debe nacer de lo que creemos justo. Hay dos clases de
leyes. Las que el hombre (o científico) “descubre” (que son propias de
la naturaleza) y las que el “legislador” inventa para “regular la vida
social”. Las primeras no deben ser violadas, so pena de sufrir graves
consecuencias. La ley de gravedad, por ejemplo. Las segundas se imponen
por la fuerza. Y así lo dice el artículo 1 del Código Civil. “La ley es
la declaración de la voluntad soberana que, manifestada en la forma
prescrita por la Constitución, manda, prohíbe o permite”.
A las primeras se las califica como las leyes naturales (derecho
natural) y a las segundas derivan del arbitrio del poder. Es decir son
arbitrarias. Este enfoque determina las dos grandes corrientes del
pensamiento jurídico, El “derecho natural” versus el “derecho formal”.
El “legislador” debe tener claro que no todo lo que a él se le ocurra o
le sugieran debe ser convertido en “ley”. Un viejo proverbio alemán
dice que “cuantas más leyes, menos justicia”. Y Cornelio Tácito (a/C.
55 -120), historiador, senador, cónsul y gobernador del imperio romano
afirmó que “Cuanto más numerosas son sus leyes, más corrupto es el
Estado”.
El gran dilema político consiste en: a) legislar para establecer normas
generales, abstractas de conducta social e individual; o b) “leyes”
(mandatos) para conseguir resultados específicos de bienestar material
y/o satisfacer intereses particulares o de grupos, sean de mayoría o de
minoría. El concepto de “soberanía” da soporte al arbitrio legislativo.
La “voluntad soberana” (particular) del legislador se ha convertido en
el artificio para que la “norma suprema”, esto es, la Constitución, no
cumpla su objetivo fundamental que es proteger los derechos del hombre
versus los poderes gubernamentales.
La monarquía absoluta y la omnipotencia del poder dieron, por
oposición, paso a la democracia y a la República. De allí que el
“constitucionalismo” es la vigencia del Estado de derecho.
Pero el “arbitrio legislativo” y la voluntad soberana dieron al
autoritarismo dictatorial del nacionalsocialismo (Hitler) un concepto
de “Estado de derecho” diferente que “justificó” las barbaries juzgadas
en Núremberg y la violación de los derechos a la vida, la libertad y la
propiedad.
Es el imperio del autoritarismo legalizado. Es el “Estado Legal”
contrario al “Estado de derecho”, que no es todo lo que se le ocurra al
legislador, sino el respeto a los derechos fundamentales, contra el
poder de los funcionarios y gobernantes (mandatarios) del Estado.
Las normas de la Constitución no son reglas de conducta. Son reglas
para organizar al Gobierno y, fundamentalmente, proteger los derechos
humanos contra los abusos del poder.
Error garrafal es creer que todo lo que emana del legislador debe
acatarse como “Ley”, incluso los arbitrios y abusos legislativos. Es lo
que los gestores del constitucionalismo denominaron “gobierno
arbitrario”. Una “Constitución” implica y explica la “libertad” del
individuo y no una licencia para que la mayoría actúe arbitrariamente
como le plazca. Por esa línea, nada raro que al legislador se le ocurra
que el Estado reparta, por ley o mandato, los atributos de los
campeones mundiales o las virtudes de Beethoven.